viernes, julio 15

Pregúntenle a la UDI, por Jorge Arrate


El Mostrador, 15 de julio.
Piñera sostiene en el “Diario Siete” que los “poderosos” se identifican con la UDI y no con RN o con su candidatura. Verdad o no, la afirmación revela algo positivo: la derecha se disputa el poder sin concesiones, pero para hacerlo debe renegar de los “poderosos”, o sea de sí misma. El hecho habla bien del sentido común de los chilenos: para la mayoría pareciera no ser deseable que quienes detentan el poder económico se hagan también del poder que nace de la política. Sólo la ambición por el poder total -como el que tuvieron Pinochet y sus seguidores- de sectores de la derecha, puede explicar la brutal campaña de desprestigio que algunos de sus personeros han lanzado -sin éxito, por fortuna- contra el Presidente de la República y su familia. Nuevamente en este caso ha operado el sentido común ciudadano. El Presidente Lagos es un hombre probo, que ha alcanzado la alta investidura que detenta sobre la base de su talento y no del dinero o de lazos familiares y la ha ejercido con la sobriedad y decencia características de toda su vida. La inmensa mayoría de los chilenos así lo entiende. Pero, en el curso de su embestida la UDI ha encontrado dificultades inesperadas. Quizá por esa razón la senadora Matthei pareciera haber disminuido la virulencia de sus denuncias - denuncias sin pruebas, sin fundamentos claros, como ella misma reconoció-. Posiblemente prefiere no aparecer tanto ante las cámaras para no tener que referirse al largo tiempo en que se ha sentado en las sesiones de la comisión política de la UDI junto al ingeniero Yuraszeck. Efectivamente, la derecha se ha tropezado con una piedra que la ha hecho trastabillar: uno de los altos dirigentes de la UDI ha sido multado por ilicitudes cometidas en su desempeño empresarial. La UDI se ha encargado de decir que no es un delito -efectivamente, robarse una gallina lo es pero las actuaciones de Yuraszeck no-, ni un acto de corrupción… En esta materia, el estilo sonso que practica Lavín no ha sido eficaz. Cuando le preguntan si Yuraszeck debe seguir siendo miembro de la comisión política de la UDI -a la que acaba de anunciar, recién ahora, que suspende su participación-, Lavín responde: “Pregúntenle a la UDI”. Otras frases reflejan su desorientación. Siempre para proteger a su correligionario, dice: “La empresa privada es la empresa privada, es un problema de platas entre particulares”. Del mismo modo intenta cubrir a las empresas privadas de interés público, como las AFP, las Isapres y otras. Pero después de las denuncias de los diputados Tohá y Rossi no cabe duda alguna que esas empresas deben ser objeto de regulaciones que eviten aprovechamientos indebidos de dineros que corresponden a fondos destinados al cumplimiento de funciones públicas como la salud y la seguridad social. Por ahora, estamos notificados: para Lavín, en el mundo de los particulares, aunque se trate de recursos o funciones públicas, pueden haber contratos que no se liciten, parientes que ganen concursos, estudios que no aprueban los directorios. Y éstos pueden estar constituidos de cualquier manera. “La empresa privada es la empresa privada”. Y por lo demás, “es un problema de platas entre particulares”. Si llegara a la Presidencia, así gobernaría Lavín. Y cada vez que quisiéramos hacer una pregunta sobre las AFP, las Isapres o las Mutuales de Seguridad, Lavín nos contestaría: “Pregúntenle a la UDI”. Con razón, seguramente. Confiemos, una vez más, en el sentido común de los chilenos.

miércoles, julio 13

El Subcontrato Social, por Daniel Innerarity

Daniel Innerarity es profesor de Filosofía en la Universidad de Zaragoza, autor de La sociedad invisible.
Esta tribuna fue publicada en EL PAÍS el 13-07-2005
Con motivo del rechazo de Francia y Holanda al Tratado Constitucional Europeo, se ha suscitado un debate que no hace sino reproducir una de las más viejas discusiones de la filosofía política. Las sociedades necesitan ser representadas para tener una mínima coherencia y poder actuar, combatiendo así tanto la dispersión como la ineficacia. Pero en cuanto la representación se pone en marcha hay quien recuerda (y piensa estar haciendo así un especial ejercicio de clarividencia) que la representación no coincide exactamente con lo representado. Se advierte, por ejemplo, que la opinión de los parlamentarios difiere de la de los votantes, que los políticos terminan sospechosamente por entenderse mejor entre sí que con sus respectivos electores. Hay quien echa cuentas y asegura que los parlamentos hubieran aprobado lo que se rechazó en referéndum y quien mide la distancia entre los políticos y el pueblo. Los adjetivos con los que se adorne a los unos y al otro dependerán del grado de indignación moral que se quiera afectar y del nivel de desconocimiento acerca del significado de la política. Ya no está permitido hablar de clases, pero la referencia despectiva a la clase política es uno de los tópicos más útiles cuando uno quiere ahorrarse el esfuerzo de reflexionar cómo funcionan nuestras democracias.
Es cierto que la democracia exige un trabajo continuado para corregir la representación e instaurar algo así como un régimen de la opinión pública, entre cuyos instrumentos destaca la consulta popular. La consulta tiene un valor simbólico especial, visibiliza el conjunto social, sanciona o dirime un empate, pero no es un sustituto de los procedimientos deliberativos. La democracia no es un régimen de consulta sino un sistema que articula diversos criterios: la participación de los ciudadanos, la calidad de las deliberaciones, la transparencia de las decisiones y el ejercicio de las responsabilidades. De esa forma puede haber más participación efectiva a través de un debate público abierto y sustancial que con un simple voto. Hay formas mejores de dar poder a los ciudadanos que consultándoles con mayor frecuencia. No quiero decir que los referendos sean prescindibles, sino que son uno de los procedimientos democráticos, tan insustituible como insuficiente para que haya una democracia de calidad.
Tal vez la perplejidad que nos produce el desacuerdo entre gobernantes y gobernados tenga que ver con nuestra debilidad para legitimar, a partir de las formas de gobierno dominantes, la democracia representativa. Si las teorías modernas de la democracia se configuraron según el modelo del contrato social, nuestras actuales prácticas políticas parecen seguir el procedimiento de la subcontrata. En principio, al sistema político representativo se le encarga, con todos los límites y la correspondiente supervisión popular, la realización de una serie de tareas cuya complejidad requiere unas instituciones específicas y unos determinados procedimientos para el análisis y la discusión. Pues bien: el subcontrato social consiste en que el titular de aquel encargo representativo lo delega en otros, a veces incluso en aquellos mismos que lo realizaron. Esta "deslocalización" de la política tiene básicamente dos posibilidades: la versión elitista pasa el expediente a los expertos; la populista lo devuelve a los ciudadanos. La versión de derechas del subcontrato social se reconoce por la apelación insistente a la sociedad civil; la de izquierdas tiende a formularlo en términos de democracia directa. El gobierno demoscópico se da bajo formas distintas: en ocasiones, sacralizando la opinión pública; en otras, con el recurso populista de la idea de pueblo, a veces dejando que los acontecimientos discurran al dictado de las comunidades emocionales mediáticamente construidas.
El outsourcing social sirve en todo caso para poner de manifiesto la mala conciencia con que se hace la política o para justificar simplemente el hecho de que no se hace propiamente nada. La principal fuente de malestar político no es tanto lo que hacen los políticos, sino lo que dejan de hacer, su falta de creatividad, su carácter reactivo. Y para no hacer nada, los referendos son un procedimiento inmejorable. Lo vemos en el hecho de que buena parte del voto se produzca en clave de rechazo, de sanción política, no como aprobación o adhesión. Algo grave está pasando cuando en todas las democracias modernas existe, en mayor o menor grado, una enorme dificultad para activar una mayoría social de transformación, favorable a las reformas, mientras que se forman con gran facilidad mayorías de reacción, de bloqueo.
Es urgente pensar y legitimar adecuadamente eso que llamamos democracia representativa. Y no para exculpar a los políticos o concederles unas licencias que no se han ganado, sino para que nos representen mejor. Siempre he pensado que los políticos hacen mal algo que nadie hace mejor que ellos. De lo que se trata es de que lo hagan menos mal o simplemente de que hagan algo, de cambiarlos y elegir otros, nunca de sustituirlos por un pueblo que a golpe de encuesta o consulta pudiera introducirnos definitivamente en una era sin mediaciones políticas. Siempre cabe mejorar la comunicación entre los representantes y los representados, examinar qué grupos pueden estar infrarrepresentados o corregir la desigual capacidad de organización de los intereses sociales. La representación es una relación autorizada, que en ocasiones decepciona y que, bajo determinadas condiciones, puede revocarse. Pero la representación no es nunca prescindible salvo al precio de despojar a la comunidad política de coherencia y capacidad de acción.
Si existe representación es porque el pueblo real es siempre una realidad lo suficientemente compleja como para que ninguna de sus manifestaciones (la opinión pública o la publicada, sus dirigentes o las estadísticas, los mercados o la moda) pueda resumirlo de manera satisfactoria. El pueblo es todo eso articulado de una forma siempre difícil de descifrar. El pueblo es tanto el sujeto central como el gran ausente de la política, algo que Pierre Rosanvallon ha calificado incluso de "introuvable", que nadie puede poseer ni encarnar plenamente, que a través de las elecciones adquiere una forma tan concreta como evanescente, que nunca está terminado del todo y a disposición de cualquiera, que únicamente puede ser definido a través de una representación múltiple. Los liberales del XIX se apoyaban en esta relativización sociológica para limitar la soberanía del pueblo, pero la consecuencia democrática del reconocimiento de la complejidad del pueblo lo que exige es que se multipliquen sus modos de expresión, que ninguno de ellos se totalice. Precisamente por ello es tan conveniente la pluralización de lastemporalidades de la democracia, de modo que el espacio público sea el lugar en el que se articulan los diversos tiempos sociales: el tiempo vigilante de la memoria, el tiempo largo de la constitución, el tiempo variable de las diversas instituciones, el tiempo corto de la opinión. La vida política está hecha del enriquecimiento y la colisión entre esas temporalidades. La división de poderes, en un sentido amplio, se manifiesta también en la diversidad de escenarios temporales. Las sociedades no deben dejarse dominar por un solo criterio. La democracia se degradaría si sacrificáramos esta diversidad en el altar único de algún calendario, ya sea el ritmo frenético de la opinión pública con sus pulsaciones instantáneas, la pereza de la tradición que defienden los conservadores o la celebración revolucionaria de los giros constituyentes.
Una de las cosas que los subcontratistas parecen desconocer es que la representación no es tanto una copia como una construcción. La representación no es una mera transposición de las características de la sociedad civil a la sociedad política, no es una mera expresión de lo social, sino un espacio de creación, lo que no se consigue sin esfuerzo y mediación. La política se convierte en una tarea imposible cuando rige la exigencia absoluta de traspasar al sistema político el esquematismo de los grupos sociales de la sociedad civil. El corporativismo, ciertas formas de entender la identidad o el género, suponen una concepción del sistema político en la que se ha disuelto toda visibilidad de conjunto. Se asientan en el prejuicio de que los atributos del elegido garantizan su representatividad. La sociedad quedaría entonces pulverizada en una yuxtaposición cacofónica de reivindicaciones incapaces de interiorizar sus condiciones de composibilidad. Contra lo que suele decirse, nuestros problemas políticos no se originan tanto en la distancia entre los representantes y los representados, sino en la dificultad de legitimar democráticamente esa distancia de manera que sirva a la coherencia y operatividad de la sociedad.
Hay quien propone la solución de una democracia directa o "fuerte" (Barber) para hacer frente al hecho de que las sociedades complejas no se dejan representar ni movilizar con facilidad. Desearían que la presencia de los ciudadanos en la política fuera tan permanente y omnipresente como la de los consumidores en la economía. De este modo se anula el momento deliberativo de la democracia y la expresión del pueblo queda reducida a la inmediatez de los intereses. Pero la representación no es un desgraciado compromiso entre un ideal de democracia directa y la complejidad de nuestras sociedades. En la idea de una democracia directa hay algo de irreal, no en sentido práctico, de que no pueda llevarse a cabo, sino teórico, un malentendido acerca de la realidad y la forma operativa de los grupos humanos organizados. La democracia como inmediatez sólo valdría si las sociedades fueran una mera yuxtaposición de decisores autónomos, que ni deliberan ni actúan juntos. Puede que esta carencia de un verdadero espacio público sea el origen de esa incapacidad de configuración política que tanto lamentamos.
No tiene entonces ningún sentido devolver a la sociedad la responsabilidad de acometer las grandes transformaciones sociales que deberían esperarse de la política. Frente a la política externalizada, agotada por lo que Rauch ha llamado la "demoesclerosis", está el ejercicio responsable de la representación. Me atrevo a asegurar que el deseo más profundo de nuestras sociedades apunta hacia una política con capacidad creativa, lo que sería más respetuoso con el contrato social que la política reducida a demoscopia.