viernes, febrero 24

Socialistas (4), por Jorge Arrate

El Mostrador
La herencia de Allende
Lo que más une a los socialistas es la figura del Allende defensor de La Moneda. Sin embargo la hoja de vida partidaria del militante Salvador Allende, un ser humano de carne y hueso, está repleta de pugnas y divisiones y, sin duda, el juicio de cada socialista sobre esos episodios no será idéntico. En cuanto al Allende líder de izquierda y Presidente de la República, genera también no pocos matices interpretativos.
Es deseable esa diversidad de opiniones. Allende, contrariamente a lo que algunos quieren, está lejos de ser capítulo cerrado. No lo digo por nostalgia, sino por el modo de mirar hacia el futuro. El debate sobre lo que significó la Unidad Popular, cuáles fueron sus reales posibilidades de victoria y cómo fue su gobierno estará abierto por mucho tiempo, como ocurre con acontecimientos históricos complejos. Se trata de un hito en la vida del país, de un acontecimiento estelar en la memoria chilena del siglo XX. Hay claves allí para explicarse los últimos tres decenios de historia y también para definir las proyecciones para el tiempo que vendrá.
Allende héroe, Allende socialista de carne y hueso, Allende líder de un proyecto de izquierda. Tres posibles miradas.
Sólo la primera ha cristalizado en plenitud y ha traspasado las fronteras de Chile y de la izquierda chilena que lo apoyó. El monumento frente a La Moneda atestigua un reconocimiento nacional, no sólo de los suyos, al luchador de principios, al hombre capaz de entregar la vida por un proyecto político. Estatuas, calles, plazas y escuelas a través del mundo testimonian por su parte el homenaje internacional. La herencia del Allende héroe es fundamentalmente ética. Alguien dijo que era una vara muy alta para los tiempos que vendrían. Pero hubo quienes lograron superarla. Mal que mal fueron muchos los socialistas o los militantes de otros partidos de izquierda que, en los años siguientes a la muerte de Allende, entregaron o arriesgaron su vida en la lucha contra la dictadura. Sin duda esa entrega encontraba inspiración en la consecuencia de un Allende que propuso la política como gran escenario donde los imperativos morales del hombre público o el luchador social son sometidos a la más dura prueba.
La segunda mirada, el Allende militante, descubre a un sujeto persistente, incansable luchador por su propio liderazgo, activo en muchas contiendas internas. Como él hubo varios, pero ninguno contribuyó tanto a desarrollar un movimiento de la amplitud y fortaleza del “allendismo”. El legado como militante y dirigente de partido resulta claro para mí: su lucha en el PS fue siempre sobre la base de ideas. Para él la contienda política era también una pugna por el poder, pero una lucha de ideas. Sus discrepancias con Grove en los cuarenta o sus confrontaciones con Ampuero en los cincuenta y sesenta, sus diferencias con Almeyda y Altamirano previas a la elección de 1970, tenían que ver con planteamientos políticos, con propuestas políticas.
El tercer Allende, el Allende jefe de un proyecto revolucionario “por sus fines”, como hubiera dicho Eugenio González, y pacífico en sus medios, ha generado debate e interpretaciones distintas en la izquierda. No es extraño. A diferencia de Ernesto Guevara, héroe revolucionario que convergió con su tiempo -los años sesenta- Allende estaba lejos de ser una clásica figura sesentista. Por el contrario, hombre siempre inserto en las instituciones, formal cuando se requería, informal hasta el límite de lo permitido, Allende se desenvolvía bien en el parlamento, en los grandes actos democráticos y populares o en el debate político nacional y no en los territorios que en ese tiempo muchos latinoamericanos preferían para su lucha: las sierras, los campos, los subterráneos de las urbes, los sitios recónditos de los suburbios pobres de nuestras ciudades capitales. El arma de Allende era su voz, su presencia, la transparencia de su mensaje, el voto que conquistaba, la organización social que contribuía a formar, no el fusil, el explosivo, el sabotaje o la irreverencia como conducta permanente ante el sistema. Por otra parte, el proyecto que finalmente Allende logró impulsar parecía fundarse más en razonamientos políticos básicos y en la fuerza de una intuición -correctos o no- que en las elaboraciones del marxismo y del leninismo que caracterizaban los debates de aquel tiempo. Allende no compartía conceptos como “dictadura del proletariado” ni la idea de la inevitabilidad de la fuerza para romper un esquema de dominación de clase. Desde este punto de vista Allende parece, mirado hoy, como un crítico implícito del escolasticismo de los partidos de izquierda y de la sobreteorización que caracterizaba sus reflexiones. Allende concibió una fuerza necesariamente superior a los dos grandes partidos marxistas, menos sectaria, más abarcadora. Y suscribió también, sin gran sofisticación teórica, un camino que pudiera llevarla a la victoria: el camino democrático, el recurso al sufragio universal.
En cuatro candidaturas presidenciales recorrió entero un país en que no existían aún los medios audiovisuales o computacionales de hoy. Fue su presencia activa, su voz, su incansable bregar, lo que permitió trasmitir un mensaje que penetró la cultura y llegó a ser, en varios conceptos, dominante. Allende construyó hegemonía de izquierda y la defendió todos los días. Sólo Recabarren es comparable a Allende en cuanto al impacto en la historia del movimiento social chileno. Recabarren en una etapa germinal, sin ninguna posibilidad de alianza exitosa o de victoria, bregando con su espíritu fundacional en el interior de grupos pequeños y marginados. Allende con partidos más sólidos, en un cuadro nacional de apertura de espacios para las luchas sociales y en un contexto internacional, aunque enmarcado por la guerra fría entre dos superpotencias, caracterizado por un hemisferio sur rebelde, en pleno proceso de descolonización o de lucha por un desarrollo equitativo. La visión de Allende logró momentos sorprendentes de síntesis. No obstante no ser un personaje “sesentista”, convivió fructíferamente con los años sesenta. Muestra de ello fue su apoyo y especial relación con la Revolución Cubana y sus líderes, su fraternal comprensión y aliento a los movimientos revolucionarios armados que surgieron en América Latina y su diálogo con el MIR. En el plano nacional, no obstante su propia sensibilidad teórica, estableció un entendimiento fundado en la confianza y las coincidencias políticas con el Partido Comunista. En cambio, la relación con el PS ha sido un capítulo siempre abierto en los debates sobre la UP y en él han intervenido también algunos de los más tenaces adversarios de Allende. Existe la tendencia a culpabilizar al PS por la diversidad de opiniones que expresaba, diversidad que algunos han pretendido transformar en una suerte de “abandono” u “oposición” a Allende. Nada más lejos de la verdad. Los principales colaboradores de Allende en su gobierno fueron socialistas y la dirección partidaria, que en instancias diversas expresó puntos de vista discrepantes, ejercía una función irrenunciable de los partidos: hacer valer sus puntos de vista, en particular a un Presidente de sus propias filas.
Efectivamente el PS no actuó de modo ordenado, pero son pocas las organizaciones que lo hacen en momentos que adquieren un carácter revolucionario o que expresan tensiones sociales extremas. La derecha ha alimentado esta visión con el único propósito de endosar a los derrotados por el golpe militar la responsabilidad del atentado antidemocrático y de sus secuelas. Entre los socialistas despunta a veces un sentimiento de culpa que no es del todo justificado y que va más allá de una necesaria autocrítica. Sí, en un proceso como ese hubiera sido deseable que el PS tuviera más fuerza, más organización, más dirección. Sí, también un gobierno que no hubiera cometido algunos de los errores en que incurrió y que pueden hoy, treinta y tres años después, ser examinados desde la tranquilidad de un escritorio. Pero los responsables principales de la brutal violación de las normas democráticas fueron la derecha y la política imperialista del gobierno de los Estados Unidos y no las equivocaciones o debilidades de la Unidad Popular o del Partido Socialista. Allende, jefe de proyecto de izquierda, impulsó la tentativa dramática, la única en siglos de nuestra historia, de cambiar de veras el signo del poder en la sociedad chilena. El resultado final de esa experiencia no es para nada independiente de la profundidad del proyecto allendista y de su intención transformadora. Son estos elementos los que explican la reacción de los sectores dominantes y la secuela del golpe. Nuestras autocríticas, válidas y necesarias, no pueden olvidar este hecho. El mundo actual es distinto a aquel que vivió Allende. Aquellos tiempos son un pasado irrepetible. Por lo demás, el propio Allende fue construyendo su visión sobre la base de nuevas experiencias y de contextos cambiantes. Allende no fue un personaje estacionario, sino creador. Sin embargo, miró el mundo y pensó Chile siempre desde un mismo sitio: el lugar de los dominados, los subordinados, los marginados, los desposeídos. La herencia que dejó Allende es la capacidad de pensar el futuro desde ese mismo lugar y no desde otro o por sobre los conflictos sociales. Los socialistas no pueden eximirse de hacerlo a menos que acepten negarse a si mismos.