viernes, marzo 31

Los valores postmaterialistas, por Gonzalo Martner


Una manera de apreciar la evolución de las sociedades y sus mentalidades es el papel que en ellas juegan los llamados “valores postmaterialistas”, en contraste con aquellos vinculados a la “vida material”, en la expresión del historiador Fernand Braudel. De hecho, algún analista de las motivaciones respectivas de Felipe González y de Rodríguez Zapatero en España distinguía en el primero, a propósito de cumplirse dos años de la recuperación del gobierno por los socialistas, la preocupación esencial por la “supervivencia”, que se tradujo en la construcción en España de un amplio Estado de Bienestar (con un uno por ciento anual de incremento de la carga tributaria respecto al PIB en 12 años, según datos de la OCDE, para ilustración de los admiradores liberales de Felipe), y de la modernización productiva dolorosa en el marco de la integración a Europa. En el segundo, en cambio, y en la generación que lo acompaña, establecidas las bases del bienestar económico, se encarnaría una motivación esencial en “la búsqueda de la felicidad”, con la consecuente agenda centrada en la paz y el retiro de tropas de Irak, el matrimonio de homosexuales, el rediseño del mapa de las autonomías, por ejemplo.
En Chile, como tantas veces, no vivimos las cosas tan secuencialmente y las realidades son muy distintas, pero algo de eso hay. La llegada a la Presidencia de la República de Michelle Bachelet en sí misma representó una victoria en toda la línea en contra del conservadurismo y de la resignación frente al statu quo que fueron cultivando penosamente las nuevas élites. "En esta vuelta es imposible ganarle a la derecha" y “una mujer no puede ser Presidente de Chile” se escuchó entre los bien pensantes por mucho tiempo, "no seamos ingenuos, el candidato va a ser Frei o Inzulza", hasta que la voluntad de cambio de los chilenos y chilenas dijo contundentemente otra cosa y el sistema de partidos se adaptó con bastante fluidez, más allá de lo que se ha dicho, a esa realidad. Y luego nadie creyó en la firmeza de carácter de la Presidenta, que llevó la paridad hombre-mujer en sus nombramientos más lejos que en los escasos países de occidente que la practican: “el gobierno no va a ser eficiente con tanta mujer sin competencias suficientes en tan altas responsabilidades” fue de nuevo el comentario de los bien pensantes, como si la competencia y la incompetencia no se distribuyeran en mismas proporciones entre hombres y mujeres. No aprovechar la mitad de la inteligencia de una nación es lo verdaderamente poco inteligente. Y la deslegitimación social de la discriminación de la mujer ha avanzado con pasos gigantes. Todo lo cual sin costo presupuestario...
El miércoles 29 de marzo la Presidenta de Chile asistió en persona al acto de recuerdo del asesinato de Guerrero, Nattino y Parada que horrorizó al país hace 21 años por su brutalidad extrema. Y asistió para marcar definitivamente un rumbo al decir con emoción: “la memoria de miles no admite ningún punto final” y ”los tribunales van a continuar estableciendo la verdad y la justicia sin excepción, porque la dignidad de Chile así lo exige”. ¡Qué contraste con los devaneos de algunos de los liderazgos de estos años eternos de transición! ¡Qué tranquilidad saber que nos gobierna una persona que no renuncia a sus valores una vez que llega a la máxima responsabilidad pública! Los valores de la memoria y de la dignidad de un país que no tolera que se asesine, viole, desaparezca sin consecuencias quedan ahí restablecidos con la capacidad de simbolización que la función presidencial tiene. La deslegitimación social de la pretensión de impunidad sigue avanzando a pasos gigantes. Y sin costo presupuestario...
Chile es hoy un país mejor por que se va haciendo cargo de sus valores “postmaterialistas” esenciales, con talento, sin estridencias, con la profundidad que requiere una tarea de tamaña dimensión.
Pero claro, la “vida material” existe y de qué manera, y sigue siendo especialmente angustiante para los más desposeídos. La agenda del bienestar en materia de pensiones (con un inicial pequeño salto para las asistenciales y mínimas), de empleo, de salud (con la corrección de esa iniquidad de limitar el acceso a las mujeres que tienen dinero a la píldora del día después), de vivienda, sigue ahí presente. Y la agenda de futuro de la educación, de la innovación tecnológica, del medio ambiente y el urbanismo, mantienen como nunca su urgencia, porque se juega el destino de las futuras generaciones. Pero abordarlas, porque Chile está lejos de la mínima decencia en la materia y su economía le permite y necesita dar pasos mucho mayores, es tanto más factible con una democracia consolidada y con los valores de la dignidad humana crecientemente compartidos en la sociedad.

miércoles, marzo 22

Argentina: La herencia maldita, por Claudio Scaletta

En 1975, cuando las fuerzas que impulsarían el golpe militar del 24 de marzo de 1976 ya estaban desatadas, la Argentina era un país con un desempleo del 2,3 por ciento, donde el 10 por ciento más rico de la población obtenía doce veces más ingresos que el 10 por ciento más pobre. Desde mediados de siglo, la industria había triplicado su producto y aumentaba rápidamente su participación en las exportaciones totales. Los activos que los argentinos mantenían en el exterior, dato conocido hoy como “fuga de capitales”, alcanzaban los 3500 millones de dólares, y la deuda externa, cerca de 8000 millones. Desde 1965 el crecimiento económico se había mantenido en torno del 5 por ciento anual. Existía un estado de bienestar, con protección social para el trabajador y educación y salud públicas generalizadas. Se trataba de un modelo de país no exento de contradicciones, pero que había crecido con pleno empleo, relativamente igualitario y con perspectivas de movilidad social ascendente para la mayoría de su población. Tres décadas después el panorama es otro.
La brecha distributiva empeoró notablemente. El decil de la población de mayores ingresos obtiene 34 veces más recursos que el 10 por ciento más pobre. Luego de haber superado el 20 por ciento, el desempleo se encuentra por encima del 10. El desafío de los asalariados ya no es el ascenso social sino la inclusión. Tanto la salud como la educación pública sufrieron una fuerte pérdida de calidad. El endeudamiento externo y la fuga de capitales, que desde mediados de los ‘70 funcionaron como espejos, superan holgadamente los 100 mil millones de dólares. A pesar de la recuperación de los últimos tres años, el PIB per cápita se encuentra virtualmente estancado desde 1975. Desde entonces y hasta 2003, cuando la economía empezó a recuperarse, la baja del Producto por habitante fue del 0,12 por ciento anual. La producción industrial está más cerca del aprovechamiento de los recursos naturales a través de procesos capital-intensivos que de la inserción en los sectores dinámicos del comercio mundial. El número de empresas se redujo notablemente y alrededor del 80 por ciento de las 100 principales firmas de la economía son controladas por el capital extranjero.
¿Qué sucedió para que la estructura económica haya vivido una transformación tan radical?
Aunque las interpretaciones son variadas, existe un punto de consenso mayoritario. La inflexión, el quiebre, se produjo con la última dictadura, la que consolidó a sangre y fuego el programa esbozado por primera vez en 1975 por el ex ministro Celestino Rodrigo.
En su último libro, Estudios de Historia Económica Argentina. Desde mediados del siglo XX a la actualidad, una edición conjunta de Flacso y Siglo XXI, el economista Eduardo Basualdo estudia las condiciones previas al golpe. La clave de su análisis se encuentra en el error de diagnóstico sobre la naturaleza del poder económico en el que habría incurrido el heterogéneo movimiento peronista que llegó al poder en 1973, desde Perón hasta las antagónicas corrientes revolucionaria y ortodoxa. La equivocación consistió en haber desdeñado el papel que continuaba jugando la vieja oligarquía, ahora ya no sólo terrateniente, sino diversificada hacia algunas ramas industriales y de servicios. En consecuencia, el nuevo gobierno peronista intentó reemplazar la vieja “alianza antioligárquica” entre los “sectores populares” y la “burguesía nacional”, expresión de una contradicción considerada superada, por una nueva en la que la industrialización sería conducida por la fracción dinámica de la burguesía local junto al capital extranjero, pero a diferencia de lo que había ocurrido con la experiencia “desarrollista”, reconociendo explícitamente la necesidad de una redistribución del ingreso a favor de los asalariados. En este camino “confluían el acuerdo entre la CGT y la CGE, la orientación de la promoción industrial y el intento de imponer el impuesto a la renta normal potencial de la tierra”. La nueva alianza daba por descontada la subordinación y redimensionamiento de la vieja oligarquía terrateniente, a la que se consideraba debilitada tras décadas de industrialización y extranjerización. Así, al mismo tiempo que se buscó el aumento de las exportaciones industriales para reemplazar el peso relativo del agro en la provisión de divisas, también se aplicó al campo un alto nivel de retenciones a sus exportaciones que llegó al 45 por ciento. El objetivo era asegurarse un buen resultado fiscal a la vez que un bajo precio interno de los bienes-salario, lo que favorecería tanto los costos de la industria como la distribución progresiva del ingreso.
El tiempo mostraría que haber minimizado el peso relativo de la vieja oligarquía resultaría un error fatal. Fue esta clase supuestamente debilitada la que, junto a sectores descontentos de la vieja alianza, locales y extranjeros, y al capital financiero internacional, tejería la nueva alianza que impulsaría el golpe militar.
Para el sociólogo Martín Schorr, el reemplazo de la “Industrialización Sustitutiva de Importaciones” (ISI) por un nuevo modelo de “valorización financiera y ajuste estructural” se produjo cuando la ISI aún no estaba agotada. A pesar de sus limitaciones y contradicciones, algunos números son representativos: en los diez años previos a 1975, mientras el PIB creció al 5 por ciento anual, la industria lo hizo al 7 por ciento. Además, mientras en 1960 las exportaciones industriales representaban el 3 por ciento del total, en 1975 alcanzaban al 20 por ciento, proceso que fue acompañado por aumentos continuos del empleo, los salarios, la productividad y el número de establecimientos industriales. ¿Pero si la ISI funcionaba relativamente bien, por qué el gobierno asumido en 1973 no pudo sostenerla?
Al respecto, Adolfo Canitrot consideraba ya en 1979 que la política económica de la dictadura que puso fin al modelo sustitutivo fue parte de un proyecto global de “disciplinamiento social”. La visión de los militares junto a la alianza civil que los acompañó, detallaba entonces el economista, fue que el sistema democrático “se había tornado ingobernable por la debilidad de las estructuras políticas y por el desborde de las corporaciones sindicales”, una lectura muy similar a la que todavía hoy adhiere la ortodoxia.
En consecuencia, “las Fuerzas Armadas aspiraban a reconstruir un cuadro de relaciones sociales que impidiera en el futuro la repetición de situaciones de crisis como la precedente, incompatible, según su entender, con los requisitos de la Seguridad Nacional en el contexto del enfrentamiento internacional con las fuerzas del comunismo”. Para Canitrot temas como el desarrollo y el crecimiento quedaron subordinados al objetivo político de reestablecer el “orden social”. “Si luego en los hechos las cuestiones económicas ocuparon un lugar principal, ello se debió a las ideas y procedimientos particulares que la coalición gobernante adoptó en la procura del disciplinamiento social.”
Sin embargo, los resultados económicos de naturaleza irreversible que quedaron en ese “lugar principal”, y que perduran hasta el presente, no fueron menores: se trató de la refundación del capitalismo argentino.
Las primeras medidas tomadas por la dictadora dan cuenta cabal del “disciplinamiento” caracterizado tempranamente por Canitrot, también llamado “revancha clasista” por Schorr y Basualdo. A través de la disolución de la CGT, la intervención de los sindicatos, la suspensión de las actividades gremiales y la supresión del derecho de huelga, se eliminó toda presión sindical. Ello permitió que en el decenio 1974-1983 el salario real sumara una reducción del 18 por ciento, al tiempo que la cantidad de obreros ocupados en la industria se reducía en más de la tercera parte y el volumen físico de la producción fabril caía el 10 por ciento. Así, la productividad laboral creció fuertemente sobre la base de la intensificación y extensión de la jornada laboral.
Al mismo tiempo se produjeron también cambios cualitativos en la estructura industrial. La apertura comercial y la reforma financiera de 1977 –la misma que dio lugar a la bicicleta financiera que alimentaría el endeudamiento externo que, a su vez, regularía hasta el presente el funcionamiento de la economía local– provocaron en la economía real el cierre de 20 mil establecimientos fabriles. El resultado fue que entre el ‘74 y el ‘83 la industria pasó del 28 al 22 por ciento del Producto.
Esta regresión tuvo resultados heterogéneos, mientras muchas pymes desaparecieron por su supuesta ineficiencia competitiva, un conjunto acotado de grupos económicos nacionales y conglomerados extranjeros pudieron aprovechar la coyuntura y crecer. Entre los primeros se destacaron Acindar, Agea, Alpargatas, Arcor, Astra, Bagó, Bemberg, Bridas, Bunge y Born, Celulosa Argentina, Fate/Aluar, Fortabat, Garovaglio y Zorroaquín, Ledesma, Macri, Pérez Companc, Roggio, Soldati, Techint y Werthein.
A esta reconfiguración en el marco de un marcado proceso de concentración económica se agregó también una nueva especialización productiva ligada a la explotación de los recursos naturales, en lo que se suponía la Argentina tenía “ventajas comparativas”: productos primarios, Manufacturas de Origen Agropecuario (MOA) y unas pocas commodities industriales, generalmente ubicadas en las primeras etapas del procesamiento manufacturero. Muchos autores califican este proceso de reprimarización.
En conjunto, distribución regresiva del ingreso, desarticulación del aparato industrial, concentración, centralización de la propiedad, estancamiento del Producto, desocupación con exclusión, reprimarización, extranjerización y aumento sideral del endeudamiento externo con fuga de capitales sintetizan la herencia maldita dejada por la dictadura. Una herencia que condicionó y condiciona el funcionamiento de los gobiernos constitucionales que la siguieron y de la que la economía no ha logrado aún desprenderse.
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Publicado en Pagina 12.

miércoles, marzo 15

Socialistas (9), por Jorge Arrate


''Hoy soplan vientos distintos'' (*)
Reviso mi memoria para tratar de recordar las veces en que vi las orillas del camino de ingreso a Santiago desbordadas de gente, generosas en sus gritos, pletóricas de aliento popular. Recuerdo la multitudinaria bienvenida a Fidel Castro en 1971. Recuerdo el regreso a Chile de la “última exiliada”, Hortensia Bussi de Allende... Rememoro el traslado de los restos del propio Allende desde el Cementerio de Santa Inés, en Viña del Mar, al Cementerio General de Santiago, en 1990. El vehículo que lleva el féretro surca veloz -excesivamente veloz- la carretera, la Alameda, las calles del centro, como si temiera que el espíritu del cuerpo que acarrea fuera a inquietar en exceso los comienzos de la delicada transición. Un amigo europeo me pregunta si acaso hay temor a que secuestren el ataúd. Me impacta la idea e imagino el hecho: el cadáver, expropiado por tanto tiempo, es robado, como gesto de recuperación, y circulan luego rumores interminables sobre la tumba. Hay muchas tumbas, dicen, muchas, en diversos rincones de Chile… Vuelvo a la realidad: la transición camina a paso lento, el ataúd de Allende a toda velocidad. Y, sin embargo, es un gran avance ese funeral y el pueblo así lo siente.
Quizá si el 11 de marzo de este año algo de todo eso vibraba a las orillas de los caminos. Y también la algarabía popular que mis padres describían al recordar el triunfo de Aguirre Cerda en 1938. Y de la muchedumbre de octubre de 1988 y del triunfo, un año más tarde, del Presidente Aylwin. Michelle Bachelet, una mujer socialista, entró a Santiago, desde Valparaíso, representando eso y mucho más: una memoria, una historia, también un futuro. “Hoy soplan vientos distintos”, dijo Bachelet, en su primer discurso como jefa de un “gobierno de los ciudadanos”, de un gobierno de un Chile en que “no habrá ciudadanos olvidados”. “Ese es mi compromiso”.
¿Cómo se insertan los partidos políticos en ese “gobierno ciudadano”? Es una cuestión que surgió durante la campaña, cuando se avizoró, en la primera vuelta, una supuesta contradicción entre la “campaña ciudadana” y el rol de los partidos. La segunda ronda electoral subsanó desajustes: la relación más directa, sin intermediaciones, entre la candidata y la gente, y el despliegue territorial de los partidos y de sus militantes, convergieron positivamente. Pero, con las designaciones ministeriales y de otros altos cargos ha continuado la especulación periodística y de los círculos políticos respecto a cuál será efectivamente el rol de los partidos en el gobierno que recién se inicia. Mi impresión es que la respuesta deben darla los propios partidos. Es bien conocido que tienen actualmente bajos índices de estimación ciudadana, según las encuestas. Muchos, entre los cuales me cuento, sienten que los partidos han dejado de lado varios de los roles que, aún imperfectamente, asumieron en un tiempo pretérito -transmisores de cultura, pedagogos sociales, formadores políticos- para cumplir funciones más operativas, más apegadas al ejercicio del poder del Estado, con liderazgos fuertemente asentados en los medios de comunicación audiovisuales. Pero también muchos pensamos que, aún siendo entidades siempre imperfectas y sujetas a deformaciones ya clásicas, los partidos son uno de los cimientos del sistema democrático.
Entonces, su gran desafío es ajustarse a una sociedad que ha cambiado radicalmente en la forma como convive, como trabaja y como se comunica. Y a un gobierno que es distinto porque es más “ciudadano”. Los partidos que lo apoyan necesitan preguntarse cómo se reforman para contribuir a que, desde todos los escenarios posibles, se generen condiciones favorables al cumplimiento del programa de ese gobierno. En particular, esta tarea pareciera ineludible para el Partido Socialista, aquel al que pertenece la Presidenta y aquel que luchó por establecerla como candidata de la coalición y luego por su triunfo electoral. Se trata de un exigencia a todos los socialistas y debiera ser, constructivamente, el gran tema de las elecciones internas convocadas por la actual dirección, ya que ha optado por no realizar un Congreso partidario.
Pero un primer punto necesita ser despejado y clarificado: el apoyo del Partido Socialista al gobierno de Bachelet no debiera suscitar discusión. El PS se ha comprometido con un programa de cuatro años y eso significa que, sin perjuicio de planteamientos propios de un horizonte más extenso, a los que ningún partido político podría renunciar, el PS debe apoyar todo aquello que está en el programa y velar para que se cumpla tanto cuanto las circunstancias lo permitan. No cabe, salvo cambios muy evidentes de situación, promover objetivos que vayan más allá de los comprometidos. Hay que recordar que ninguno de los tres gobiernos de Concertación ha podido cumplir al cien por ciento su programa. Es claro que lograrlo no depende exclusivamente de la voluntad del gobierno y sus partidos. De esta manera, para ser preciso, de lo que se trata es que un gobierno haga efectiva y honestamente todo lo que esté a su alcance para cumplir sus metas y que, si no las logra, explique con transparencia la razón y no omita señalar los responsables de su no cumplimiento.
En este último aspecto los tres gobiernos concertacionistas, presionados por la necesidad de los votos de derecha en el parlamento, han optado por ser menos claros de lo que sería deseable. La derecha aparece siempre como “oposición constructiva” y termina votando a favor proyectos de ley que, en el decurso parlamentario, ha mutilado a su propio gusto. Mejor sería que la ciudadanía sepa claramente cuál ha sido su rol obstructor. Entonces, la pregunta crucial es: ¿cómo contribuye de la mejor manera el PS al éxito de su propio gobierno?
Obviamente ninguna persona puede dar respuesta a esta cuestión ya que, por su naturaleza, debe elaborarse colectivamente. ¿Se requerirá un partido más participativo, democrático y abierto que el actual, con menos síntomas de oligarquización, para estar en consonancia con un gobierno ciudadano, que quiere innovar en los métodos de gobernar y en su aproximación a las personas? La respuesta es obvia, pero habría que dar entonces pasos para poner término a las “corrientes” cristalizadas en grupos corporativos o mutuales y para garantizar la vigencia de las normas democráticas internas aprobadas legítimamente por los eventos partidarios. Debe también establecerse una voluntad y un espíritu “institucional” que ponga por encima de los intereses tendenciales el interés colectivo del partido como tal. Se hace necesario combatir el ensimismamiento partidario, ese hábito a generar los propios problemas y las soluciones entre un grupo reducido, la concentración en los temas estrictos de poder sin clara atención a los fundamentos y diferencias políticas. No es concebible un partido “internista” que pretende ser sostén principal de un gobierno “ciudadano”… ¿Cómo se fortalecen las ideas del programa y las del socialismo en la sociedad? Sin duda un gobierno necesita apoyos desde todas las instancias sociales organizadas. Es común sostener que hay que volcar al PS a la sociedad y no dejarse absorber totalmente por las preocupaciones de Estado. Pero volcarse a la sociedad, más allá de la buena intención, pareciera no bastar. Pienso que hay que hacer también el proceso inverso: traer sociedad organizada al interior del PS, pensar en cómo la fuerza social estructurada se expresa en el interior del partido. Sostengo que dirigentes locales o sociales plenamente legitimados por actos soberanos de sus organizaciones deben tener, si cumplen ciertas condiciones, una legitimación dirigente en el partido. ¿Cómo se impulsa una acción destinada a convertir al PS en sólido apoyo de gobierno y en protagonista social? Los socialistas demandan hoy a sus propios gobiernos avances de gestión y administración que no se imponen a sí mismos. Se precisa un plan con metas y tiempos de cumplimiento, sometido a un riguroso seguimiento, para dar saltos importantes en la formación política, el reclutamiento, el desarrollo de la presencia socialista en los sindicatos, en el mundo estudiantil, agrario, poblacional, femenino y, en general, en el mundo social. Sería deseable que, para estar a tono con un gobierno que impulsa políticas de igualdad también a nivel regional, el PS reconozca mayores grados de autonomía a sus organismos regionales. ¿Cómo se mantiene e incrementa el apoyo social y político a las medidas de cambio profundo que propone el programa de Bachelet?
Pareciera que no basta con el intenso diálogo al interior de la coalición o en un parlamento caracterizado por la exclusión de sectores democráticos. Un PS a tono con el nuevo gobierno debe dar curso, como ya lo ha hecho la Presidenta, a un diálogo político amplio, sin exclusiones, que le permita reaproximarse a la sociedad organizada y a las fuerzas políticas progresistas que no son parte de la coalición de gobierno. “Hoy soplan vientos distintos”. ¿También será así para el Partido Socialista?

lunes, marzo 13

América Latina y su mudable amor por la democracia, por Ludolfo Paramio

LUDOLFO PARAMIO es profesor de investigación en la Unidad de Políticas Comparadas del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) en Madrid.
Al hablar de la cultura política en América Latina se plantean dos cuestiones específicas. La primera es justamente si cabe pensar en una cultura política común a una región tan diversa, o al menos si existen rasgos comunes entre los diferentes países que justifiquen hablar de una cultura política distintiva frente a las existentes en otras regiones del mundo. La segunda pregunta se refiere a la capacidad explicativa o predictiva del comportamiento político que pueda tener la cultura política, y es la pregunta eterna sobre este concepto. Si la cultura política se forma como consecuencia de un contexto social y de una historia, si es una variable dependiente, entonces cambiará cuando cambie la sociedad. Pero, a la inversa, puede suceder que se convierta en un obstáculo al cambio social, que lleve a los miembros de esa sociedad a dar las respuestas equivocadas ante unas circunstancias cambiantes, y con ello a perder las mejores oportunidades que se les abran.La respuesta a la primera pregunta es fácil y bien sabida. Los latinoamericanos apoyan la democracia menos que los europeos o que los africanos, e igualmente muestran menos satisfacción con ella. Los datos de 2001 que presentó el Latinobarómetro eran bastante llamativos: el apoyo a la democracia (48%) era 30 puntos más bajo en América Latina que en Europa, y la satisfacción con ella (25%) era 29 puntos inferior a la que declaraban los africanos. Se pueden criticar las bases muestrales y la verosimilitud de los datos, pero parece indudable que aquí hay un problema, y a la vez que este problema justifica hablar de una cultura política latinoamericana diferenciada frente a la de otras regiones.Una primera hipótesis para explicar el menor apoyo a la democracia en América Latina podría referirse a la dilatada y en muchos casos reciente historia de autoritarismo en varios países de la región. Esta hipótesis debería conducir a una similitud con los datos procedentes de las nuevas democracias del este de Europa, pero esta similitud es muy relativa. Tomando en cuenta sólo los diez países del este que en 2001 se podían considerar realmente democracias electorales, un 55% de los ciudadanos valoraban positivamente este régimen, y además se mostraban optimistas sobre su evolución: un 69% tenía expectativas positivas sobre el futuro de sus gobiernos en un plazo de cinco años.
Por otro lado, el ejemplo de España muestra que la cercanía de un largo período autoritario no se traduce necesariamente en bajo apoyo a la democracia: en 1998, el apoyo era del 84%, y la satisfacción con ella del 71%. En general, aunque un mal gobierno también afecte estos indicadores en Europa occidental, se diría que los ciudadanos de esos países distinguen entre la democracia como régimen político y el ejercicio concreto de los gobiernos.En cambio, todo parece indicar que los latinoamericanos hacen depender su apoyo a la democracia y su satisfacción con ella de la opinión que les merecen los gobiernos, del grado de eficacia que perciben para resolver sus problemas y los problemas del país. Y, por cierto, su visión de la situación nacional y de su situación personal evoluciona de forma bastante paralela, al menos en el plano económico. El desplome del apoyo a la democracia en 2001, un pésimo año económico para la región, se hace especialmente perceptible comparándolo con la valoración que se tenía de las instituciones democráticas en 1997, el año de mayor crecimiento económico desde que se realiza el Latinobarómetro. Cabe hacer aquí una primera salvedad: si se considera el período 1996-2004 completo, y se toman 1997 y (sobre todo) 2001 como excepciones, el apoyo a la democracia es descendente (del 61 al 53%) pero la caída no es tan alarmante para unos años dominados por las dificultades económicas. Aun así, parece evidente que existe un problema en el hecho de que la impopularidad de los gobiernos arrastre a la propia democracia, disminuyendo su apoyo social y su valoración entre los ciudadanos. ¿Por qué se produce este fenómeno en América Latina en mucha mayor medida que en otras regiones?
Si descartamos que la razón fundamental sea una relativa inexperiencia democrática, podemos buscar las raíces en la extrema desigualdad de las sociedades latinoamericanas. En este punto se centraba el informe La democracia en América Latina (2004), del PNUD. Quizá lo más revelador sea la extendida convicción de que el gobierno está al servicio de una minoría privilegiada (71%), de que la acción democrática no es eficaz para defender los propios intereses, y de que los políticos persiguen ante todo sus fines, sin atender a los problemas sociales. Estos sentimientos son la expresión universal de la desafección hacia la democracia, pero parece lógico pensar que serán más profundos y más extendidos en las sociedades marcadas por una mayor desigualdad. Y éste es precisamente el caso de América Latina, la región socialmente más desigual del mundo.
Al hablar de la cultura política latinoamericana surgen inevitablemente algunos tópicos ya habituales: clientelismo, caudillismo, populismo. Se suelen entender como realidades culturales heredadas de la Colonia, que tendrían una existencia propia independiente de los cambios económicos, políticos o sociales. Ahora bien, supongamos que, en vez de pensar (sólo) en términos de una cultura transmitida de generación en generación, tratamos de explicar el clientelismo, por ejemplo, como una estrategia racional de los grupos con menores recursos para satisfacer sus necesidades. En una sociedad muy desigual, donde la mayoría no cuenta con los medios para cubrir sus necesidades básicas (trabajo, educación, salud), el apoyo a un patrón que a cambio puede dar acceso a esos recursos es una decisión bastante racional.
Esto resulta especialmente verosímil para las sociedades decimonónicas y el primer tercio del siglo XX, pero se podría pensar que esa estrategia habría quedado superada en la fase de modernización y desarrollo que comienza en los años cuarenta. Sin embargo, la sociedad dual que se formó en el período de posguerra sólo condujo a un desdoblamiento de la estrategia clientelar. Junto al clientelismo tradicional, que se mantuvo en las zonas atrasadas o entre las poblaciones excluidas de las grandes áreas metropolitanas, surgió un clientelismo moderno en el que el acceso a los bienes públicos venía mediado por la pertenencia a un sindicato, la vinculación a un puntero político; en suma, por la inclusión en una red clientelar ligada al desarrollo estatista.
Difícilmente podía ser de otra manera, ya que los bienes públicos eran insuficientes para garantizar en la práctica derechos universales, y el peculiar racionamiento de esos bienes tomó la forma de un intercambio particularizado de apoyo político o sindical a cambio del acceso a ellos. Eludir el clientelismo equivalía a renunciar a esos bienes en ausencia de posibilidades reales de obtenerlos en el mercado. El desarrollo y el bienestar de la posguerra eran fenómenos segmentados y socialmente insuficientes, y la única forma de beneficiarse con ellos era incluirse en una red, que para la inmensa mayoría de la población sólo podía ser de tipo clientelar. En condiciones de extrema desigualdad, y a menudo de gran riqueza, también era bastante previsible que la opción política por la inclusión tomara la forma del caudillismo populista.
Los nuevos caudillos del siglo XX necesitaban una legitimación social de masas, y la vía para alcanzarla era la redistribución segmentada. Un ejemplo notable es la política social de Getulio Vargas, que dejaba fuera a los trabajadores del campo, no sólo para evitar el conflicto con los terratenientes sino sobre todo porque la base social de apoyo que buscaba eran los trabajadores urbanos. El populismo, entonces, no fue una herencia cultural del caudillismo decimonónico, sino una estrategia racional de poder.La inevitable pregunta es cómo se han visto afectadas estas estrategias por la modernización económica de los años noventa. Los ajustes primero y la reforma neoliberal del Estado después produjeron una reducción muy significativa de los recursos públicos, y en particular del empleo en ese sector, que pasó del 15,7% en 1980 al 13% en 1999, pero también de los servicios a los que tradicionalmente tenían acceso privilegiado los sectores medios urbanos. Esto condujo a un reforzamiento del clientelismo tradicional y a una crisis del clientelismo moderno, que se traduce en exasperación y movilización de esos sectores medios, que ahora deben competir por recursos más escasos o simplemente ven desaparecer la posibilidad de acceder a ellos.
La frustración de los sectores medios se hace visible cuando la crisis posterior a 1997 quiebra las expectativas creadas por el crecimiento económico durante los primeros años noventa, en los que había disminuido el desempleo abierto y la reducción de la inflación había generado una sensación de bienestar. La crisis también provocó una fuerte demanda de políticas clientelares, que, de acuerdo con la nueva ortodoxia económica, adoptarían la forma de programas sociales focalizados. Como sabemos, la coincidencia de las movilizaciones de las clases medias con las de los sectores excluidos ha tenido consecuencias políticas serias en varios países de la región, incluyendo la salida precipitada de un número significativo de gobernantes democráticamente electos.
Si este análisis esquemático es en alguna medida acertado, el malestar democrático de la región sería fruto de la incapacidad de los gobiernos para ofrecer alternativas modernas al clientelismo. La desigualdad crea de antemano una distancia entre gobernantes y gobernados, que sólo se resuelve parcialmente en la medida en la que aquéllos garantizan el acceso a los recursos públicos. Una vez que se produce el giro hacia el mercado, y que la posibilidad de ofrecer esos recursos a cambio de legitimidad desaparece o disminuye de forma sustancial, la desconfianza hacia los gobernantes crece amenazadoramente cuando el mercado se muestra adverso. Según este razonamiento, la clave para resolver el problema de la desafección (cultural) hacia la democracia no está tanto en mejorar el diseño de las instituciones como en desarrollar políticas sociales universales que ofrezcan una alternativa a las estrategias clientelares tradicionales o modernas. En este aspecto, sin embargo, la reforma de la administración y de las instituciones estatales desempeña un papel fundamental: no se pueden llevar a cabo políticas sociales no clientelares con instituciones enraizadas en la cultura del clientelismo. Las ciudadanos de menores recursos, como subrayaba el informe del PNUD, sienten que no reciben un trato adecuado por parte de la administración porque son pobres e incultos, y porque ella está al servicio de los poderosos. Mientras la única forma de saltar ese obstáculo sea el cohecho, éste se convertirá en la norma también para los ciudadanos con mayores recursos, y la legitimidad democrática se apoyará en una noción ficticia de ciudadanía. La desconfianza de los gobernados hacia los gobernantes disminuye cuando el crecimiento se reanuda, pero la desigualdad conduce a que la desconfianza se convierta en la regla del juego en la vida social. La confianza interpersonal de las sociedades latinoamericanas es muy baja, y se establece en el marco de la familia extensa. No es extraño entonces que los vínculos de amistad y familiaridad propios del clientelismo hayan sido históricamente la forma de relacionarse con el poder y con los recursos públicos. Para salir de ese círculo vicioso se necesitan políticas públicas duraderas y estables que ofrezcan una alternativa universalista a los intercambios particularizados propios del clientelismo.
Por otra parte, de la misma forma en que las instituciones arraigadas en la lógica clientelar mal pueden desarrollar políticas universalistas, los partidos políticos anclados en esas prácticas y marcados en su identidad por ellas no están en condiciones de cambiar la lógica vertical del clientelismo por la lógica horizontal de la acción colectiva democrática. Muchas sociedades latinoamericanas atraviesan hoy una crisis de adaptación de los partidos políticos a nuevas circunstancias, y la mayor parte de ellos no parecen ser ni siquiera conscientes de la situación.
En este sentido, cabe temer que la cultura política heredada dificulte el desarrollo de una nueva política y una nueva cultura democráticas, y que se mantenga la añoranza de gobernantes fuertes –aunque no necesariamente bajo la modalidad militar y autoritaria del pasado– con los que se puedan restablecer los vínculos verticales de antaño. Para salir de esta dinámica perversa no sólo hacen falta políticas públicas diferentes, sino sobre todo partidos políticos distintos, que escapen a la tentación de improvisar hiperliderazgos coyunturales y se planteen crear otra cultura política. No es una tarea fácil.

viernes, marzo 10

Socialistas (8), por Jorge Arrate

Bolivia
El Partido Socialista, desde su nacimiento, explicitó una gran ambición: propugnar “la unidad económica y política de los pueblos de Latinoamérica, para llegar a la Federación de las Repúblicas Socialistas del Continente y la creación de una economía antiimperialista”. El emblema partidario -un hacha araucana sobre el mapa de América Latina- y su himno -la “Marsellesa Socialista”, una adaptación del cántico de la Acción Popular Revolucionaria Americana (APRA) del Perú- revelan esa vocación continental y también la importante influencia del pensamiento americanista de Víctor Raúl Haya de la Torre y de los apristas exiliados en Chile en la naciente organización. En 1947 la Fundamentación Teórica del Programa, obra de Eugenio González, reitera el concepto fundacional: “Para que la América Latina pueda influir en la conservación de la paz y en el destino de la civilización es necesario que deje de ser una expresión geográfica y se convierta en una realidad política”. La adhesión socialista chilena al horizonte bolivariano sufrió los embates y vaivenes de los tiempos. Sin abandonar la utopía de sus fundadores, la intensidad del compromiso ha sido variable. Pero esa herencia mantiene vivo un espíritu que singulariza al Partido Socialista y que es trasfondo de episodios históricos. Así ha ocurrido con Bolivia. Bolivia ha estado presente en diversos momentos de la vida socialista chilena, desde el Primer Congreso de Partidos Democráticos y Populares de América Latina, convocado por el PS de Chile en 1940, en el que se propuso que cada país aprobara una ley de “ciudadanía latinoamericana” y al que, según registra Jobet, concurrió un representante del Partido Izquierdista Revolucionario (PIR, el primer partido marxista de masas que existió en Bolivia). Las relaciones políticas con fuerzas bolivianas fueron intermitentes y alcanzaron vigor a fines de los sesenta y comienzos de los setenta cuando el escritor y dirigente socialista boliviano Marcelo Quiroga Santa Cruz fundara el PS-1 de Bolivia. Quiroga vivió parte de su infancia y adolescencia en Chile y posteriormente, exiliado luego del derrocamiento de Juan José Torres, hizo clases en la Escuela de Ciencias Políticas de la Universidad de Chile. El PS-1 boliviano reflejó en su estilo y bases doctrinarias una influencia del PS chileno de aquellas épocas. Marcelo Quiroga regresó a Bolivia clandestino en 1977 y tres años más tarde fue asesinado por una banda de paramilitares. Hasta ahora no ha sido posible recuperar sus restos. Vivió en Chile durante el período de la Unidad Popular y viajó a Argentina dos meses antes del golpe de septiembre de 1973. Preguntado allí sobre sus perspectivas políticas dijo la siguiente hermosa frase, que sin duda compartirían los chilenos y bolivianos socialistas o de izquierda: "Lo que he realizado y voy a realizar guardará estricta consecuencia con un objetivo final: la sustitución de un régimen de explotación por otro en el que la justicia social sea posible”. En este recorrido necesariamente incompleto de la memoria socialista sobre Bolivia es indispensable recordar el impacto del triunfo del MNR en 1953. En Reencuentro con mi Vida, sus memorias, Clodomiro Almeyda revivió el acontecimiento: “Nuestro partido mostró gran interés por la Revolución Boliviana de 1952 (…) Valoramos desde un comienzo la trascendencia de la empresa acometida por el Movimiento Nacionalista Revolucionario desde el Poder, con su nacionalización de las minas, la reforma agraria, el frustrado intento por transformar sus fuerzas armadas y la promoción del elemento indígena de Bolivia a un protagonismo nacional”. Oscar Waiss en Nacionalismo y Socialismo en América Latina, impreso en la editorial partidaria “Prensa Latinoamericana”, opinó mientras los hechos ocurrían: “En Bolivia se viven los días apasionantes de la experiencia revolucionaria que nacionalizó las minas”. Raúl Ampuero, entonces a la cabeza del Partido Socialista Popular, y Carlos Altamirano viajaron a Bolivia y otro tanto hizo Salvador Allende. Los “retrocesos posteriores”, usando los términos del propio Almeyda, causaron desazón. Sin embargo, la experiencia política más intensa entre socialistas chilenos y bolivianos, la de mayor contenido americanista, ocurre a propósito de la tentativa de Ernesto Guevara de constituir un “foco” guerrillero en Ñancahuasú, en las selvas bolivianas, con la intención de proyectarlo hacia el cono sur de América Latina. Chile es elegido para ser base de comunicaciones y abastecimiento y la sección chilena del Ejército de Liberación Nacional (ELN) Boliviano se comienza a crear al interior del Partido Socialista de Chile. Entre sus primeros integrantes destacados están Beatriz Allende, Elmo Catalán, asesinado en La Paz en 1970, Arnoldo Camú, abatido por la dictadura de Pinochet en 1973, y algunos dirigentes sindicales socialistas de la mina de Chuquicamata. Derrotado y muerto el Ché, un puñado de cubanos sobrevivientes son rescatados por la sección chilena del ELN y Salvador Allende los acompaña hasta Tahiti para entregarlos al Embajador de Cuba en Francia. Pero la guerrilla del Ché continuará. Inti Peredo, su nuevo jefe, se traslada a Chile y, luego, en 1969, Elmo Catalán se instala en Cochabamba como miembro del Estado Mayor del ELN boliviano. Inti muere en combate ese mismo año y la posterior reconstrucción de la guerrilla, esta vez en Teoponte, conduce a una nueva derrota. Sólo tres de una docena de chilenos participantes logran sobrevivir y regresar a Chile. Los lazos entre socialistas chilenos y bolivianos se desarrollan también durante el exilio, a partir de 1973, en Argentina y México, entre otros países. Pudiera decirse, como conclusión provisoria, que Bolivia ha sido uno de las naciones que más espacio ha tenido en el imaginario y acción del socialismo chileno. La cuestión del mar no ha sido obstáculo para que se expresen las grandes coincidencias políticas, vigentes con particular fuerza en diversos momentos de los últimos setenta años. Sin embargo, esas grandes coincidencias no han sido suficientes para empujar con eficacia una solución satisfactoria a la lacerante cuestión del enclaustramiento marítimo boliviano. Las fuerzas políticas viven en la sociedad en que nacen y se desarrollan y son a ella, en último término, lo quieran o no, tributarias. Las visiones de izquierda no están libres de la pertenencia a la estructura social y cultural a la que corresponden, que las sostiene y también las contamina. Por eso el nacionalismo ha sido un factor decisivamente condicionante en el tratamiento que Chile y Bolivia se han dado recíprocamente y ha restringido los márgenes de movimiento de las organizaciones políticas de izquierda. Desde el desplazamiento de la dictadura en Chile, las fuerzas democráticas gobernantes, entre ellas los socialistas, no han dado pasos decisivos tras una solución a la aspiración marítima boliviana. El hecho, en diversos momentos, ha provocado desencanto en las vertientes y personeros progresistas que han participado en los gobiernos bolivianos. Del mismo modo, el progresismo chileno ha observado con inquietud la inestabilidad de cualquier tratativa, siempre sometida a los avatares que impone el nacionalismo y la debilidad tradicional de los gobiernos altiplánicos. En un libro reciente, El Largo Conflicto entre Chile y Bolivia, del socialista Luis Maira y del boliviano Javier Murillo, Maira formula un riguroso levantamiento de los datos históricos relevantes y de las circunstancias de los cuatro intentos principales realizados por la diplomacia destinados a enfrentar la cuestión del mar y propone un enfoque lúcido y trascendente para avanzar en su solución. Los socialistas chilenos y otros partidos de izquierda han sustentado claramente su apoyo a un acuerdo que tendría trascendencia histórica y que podría modificar la atmósfera latinoamericana y las perspectivas continentales de desarrollo económico en un sentido aún más favorable a las posiciones integracionistas. Hoy 10 de marzo el Presidente de Bolivia, Evo Morales, inicia su visita a Chile para asistir a la asunción de Michelle Bachelet como Presidenta. Es un motivo de alegría y de esperanza. El acto popular que habrá de acogerlo es un gran momento de confraternidad. Carecen de sentido las inquietudes fundadas en que el evento significaría restar protagonismo a la investidura de la nueva Presidenta. Se trata de cuestiones distintas que no tienen por qué considerarse contrapuestas o excluyentes. Por el contrario, los socialistas deben celebrar la visita y augurarle un buen resultado, en consonancia con lo que han sido las resoluciones de sus Congresos recientes. Es preciso ser realista, pero sin perder el empuje. Es decir, realistas con el razonamiento, esperanzados y exigentes con el espíritu. Hace más de medio siglo el Presidente de Chile visitó Bolivia y Clodomiro Almeyda, en una columna de prensa, valoró enormemente el significado de esa visita y señaló un camino: “Las cuestiones chileno-bolivianas de toda índole sólo hallarán su solución orgánica en la medida que se juzguen y resuelvan sobre el telón de fondo de la progresiva complementación y entendimiento entre ambos países”. Han pasado más de cincuenta años y el camino sigue abierto. Al punto que el párrafo final del texto de Almeyda pareciera escrito hoy: “Por eso América espera de Bolivia. Espera que el sordo rumor que se advierte en medio del collar de volcanes del Altiplano madure y dé sus frutos, encontrando su verdadera y auténtica réplica en todos los demás escenarios latinoamericanos, cada uno de los cuales tiene su palabra que decir y su tono que imprimir a la verdadera historia nuestra, que recién ahora está comenzando”.

martes, marzo 7

Socialistas (7), por Jorge Arrate

Cultura, democracia y mercado

Es posible mirar la sociedad desde diversos puntos de vista, asomarse por distintos ventanales a examinar la playa y el horizonte. Uno de ellos, básico para los socialistas, es el de la cultura, entendida como maneras de convivir. Si se observa Chile desde esa perspectiva se puede comprobar que la transición democrática ha significado más libertad para los chilenos y más derechos básicos. Hay además otros logros, en los planos económico y social, que destacan a nuestro país en la comparación internacional. Se trata de avances conseguidos en un cierto marco, bajo las reglas de un determinado sistema.

Pero, en ese cuadro, la democracia ha debido inclinarse demasiadas veces ante la fuerza del mercado. El sabor a "sociedad mercantilizada" que marcó nuestro fin de siglo y rubrica los primeros años del siglo XXI es inconfortable o, muchas veces, insoportable. Las "transiciones" son, por definición, un tejido de negociaciones y pactos, a veces tácitos, a veces subterráneos, muchas veces difíciles de comprender para el ciudadano común. Por eso siempre dejan espacio para propuestas que, más audaces o menos impuras, son más atractivas aunque pudieran no pasar el test de la viabilidad, el riguroso cedazo de las posibilidades. Las transiciones se caracterizan por un realismo opaco que una parte no despreciable de la ciudadanía tiende a celebrar con alborozo. Para otro segmento es el caldo de cultivo del desencanto. Ese realismo ha alcanzado en Chile límites grotescos. Obstaculiza severamente la posibilidad de imaginar opciones que no sean la consagrada por el sentido común dominante y ridiculiza o desprecia todo pensamiento alternativo. Es un sentido común que ha ganado la delantera y que se caracteriza por resolver las contradicciones entre democracia y mercado a favor de este último.

La opacidad consustancial a las transiciones no legitima la resignación. En medio del gris, las transiciones pueden dar lugar a grandes destellos, abrir nuevas dinámicas, suscitar procesos. Eso es lo que las justifica. Por eso ser conformistas y renunciar a las posibilidades que las transiciones abren constituye una renuncia deplorable. De allí que sea indispensable plantearse una opción cultural: ¿cómo hacer Chile más democrático en sus formas de vida y menos mercantil? No es una pregunta desmedida, es algo posible.

Incluso con las limitaciones propias de un sistema político que es imperfectamente democrático y perfectamente excluyente y de una sociedad y una economía que funcionan sobre la base de extremas desigualdades, es posible generar desplazamientos culturales. En esa dirección el nuevo gobierno encabezado por la socialista Michelle Bachelet ha marcado, incluso antes de asumir, a lo menos dos líneas que dicen relación con lo que Norbert Lechner habría denominado “los desafíos culturales de la política”: el respeto por la memoria como expresión del ser, como “alma del alma”, una; la reivindicación de la igualdad social de la mujer, la otra.

“No habrá olvido”, la frase clara dicha frente a la tumba de Tucapel Jiménez, cuyo degollador había sido indultado meses antes, la designación de un aviador largamente preso y duramente torturado en la Subsecretaría de Aviación y la entrega del pasaporte chileno junto a la invitación para participar en la transmisión del mando al general (R) Sergio Poblete, configuran un avance importante. Parecen haber quedado atrás las invocaciones a la “reconciliación” que caracterizaron el primer decenio concertacionista, generalmente acompañadas de un subliminal discurso a favor del olvido, y los “gestos” ambiguos o contradictorios. Si a ello se suma la declaración del Comandante en Jefe del Ejército quien, expresamente, ha señalado la necesidad de justicia en materia de derechos humanos y ha descartado tratamientos de privilegio para los violadores, es evidente que, en pocos días, tenemos un nuevo panorama en esta delicada área. No se trata de azuzar odiosidades, sino de reestablecer la razón más elemental y la ética en que se funda: la convivencia pacífica y el reencuentro, en el marco de los conflictos que no pueden eludir sociedades como la nuestra, son más factibles si hay justicia y no hay olvido.

En segundo término, las nuevas designaciones de la cúpula gubernamental han mostrado la firme decisión de dar un salto cultural en la cuestión de género. Paridad en ministerios, subsecretarías e intendencias, nuevamente el nombramiento de una mujer en el Ministerio de Defensa, designación de una mujer como Subsecretaria de Marina, aquella rama de las fuerzas armadas que ha sido renuente a la inclusión de mujeres en esferas significativas del quehacer institucional. Se trata de un cambio mayor y de un gran desafío cultural, porque desafía los esquemas conservadores y, además, porque la paridad de género amaga también los intereses económicos.

Efectivamente, una política de género como la que se impulsa por el nuevo gobierno es un gran avance democrático por su contenido ético igualitario. Pero enfrenta, como ocurre con la mayoría de las propuestas de cambio social, la contradicción entre democracia y mercado a la que me refería al comenzar estas líneas. Así, mientras el gobierno reconoce y proclama la igualdad social entre hombres y mujeres, el mercado castiga fuertemente los salarios femeninos en comparación con los masculinos, el mundo privado discrimina a la mujer en las contrataciones laborales, la forma de financiamiento de las salas cunas deja en desventaja a la mujer trabajadora y el sistema previsional contiene sesgos antifemeninos.

Seguramente algún hábil conocedor de la teoría económica neoclásica, a lo mejor de la propia Concertación, podrá explicar que el diferencial de salario tiene que ver con la maternidad, con el cuidado de los hijos y con otros factores, ninguno de los cuales dice relación con la capacidad, el talento o la disposición para el trabajo. El mercado es cruel, dijo un ex Presidente. Y la teoría económica que ensalza sólo sus virtudes, también. Sus seguidores a pies juntillas lo son o, al menos, deben serlo si no quieren perder su propio trabajo como ejecutivos. La empresa debe maximizar utilidades, ese es su objetivo.

El problema es que esa lógica ha campeado con demasiada libertad en el período post dictatorial. El mercado, ampliado y fortalecido durante la dictadura, y la democracia emergente luego del plebiscito no han logrado saldar sus contradicciones de un modo socialmente constructivo. Durante la transición un tono mercantil se ha apoderado de los modos de vida, o sea de la cultura, y tiende a invadir y desvirtuar las instituciones democráticas. El mercado ha penetrado casi todos los ámbitos de la existencia de los chilenos y de mala manera.

Que los actores políticos de derecha acepten este hecho y lo estimulen no debe sorprender: ellos evalúan positivamente las diferencias que el mercado administra, aún las grandes diferencias como las que existen en Chile, o las consideran resultado necesario del despliegue de lo que es su concepción del ser humano. Darán batalla para que la equidad de género no introduzca “distorsiones” en el funcionamiento del mercado… En cambio, es de esperar que la Concertación y las fuerzas sociales y políticas de izquierda jueguen un rol activo en ponerle al mercado los límites y las reglas que requiere para que predomine la razón democrática por sobre la razón mercantil.

Cultura, democracia, mercado. Cultura más democrática o cultura más mercantil. Sociedad democrática o sociedad de mercado. Una gran tarea del socialismo contemporáneo es construir propuestas sobre estas opciones y convocar en torno a ellas a múltiples energías sociales, hurgar en los intersticios de la contradicción inevitable entre el mercado sin regulaciones suficientes, que endiosa la derecha, y la democracia fundada en la idea de igualdad.

lunes, marzo 6

Socialistas (6), por Jorge Arrate


¡Mujeres!
Cuando en 1833 Flora Tristán, precursora feminista y socialista, desembarcó de “El Mexicano” luego de una travesía de varios meses iniciada en Burdeos y puso pie en Valparaíso, en tránsito hacia Perú, no podía imaginar que 173 años después una mujer presidiría el gobierno de esos territorios recién independizados de España. Menos aún que esa mujer sería una socialista. Flora tenía treinta años. Había viajado sola junto a diecinueve hombres. Tristán conoció de joven a Simón Bolívar y a Simón Rodríguez, se codeó en Francia con los utopistas y anarquistas que encendieron los fuegos del socialismo antes de la revolución de 1848 ---los mismos que convocarían la energía intelectual y política de Bilbao y Arcos---, fue un referente en textos de Marx y de Engels. Su paso fugaz habrá dejado flotando en el aire los primeros efluvios de la lucha por la igualdad social de la mujer. Ochenta años más tarde la española Belén de Sárraga viajó a Chile y lo recorrió dictando conferencias sobre la liberación de la mujer. Belén era una combativa dirigente feminista, tanto que sus adversarios, impulsados por su fanatismo religioso, intentaron asesinarla dos veces: la primera con un vaso de sidra envenenada y la segunda a cuchillo durante una travesía en tren entre Málaga y Linares. De pensamiento de izquierda, laica y anticlerical, su visita a Chile causó conmoción. Recibió cálidas adhesiones desde el mundo socialista y anarquista y desde el masónico y liberal, pero fue fuertemente repudiada por los sectores conservadores. Testimonia su relación con el socialismo originario el siguiente telegrama: “Iquique, 23 de enero de 1913. Sra. Belén: Socialistas Iquique tendríamos placer escucharla. Agradeceríamos anunciarnos si podría venir. L.E. Recabarren”. Efectivamente, uno de los rasgos sobresalientes del ideario de Recabarren fue su denuncia sobre la situación de explotación de la mujer, en particular en el mundo del trabajo. En la prensa obrera que él inspiró estuvo siempre presente la temática de género. Su compañera, Teresa Flores, fue activa promotora de los “centros femeninos”. Flores fue la única mujer que formó parte del comité ejecutivo del Partido Obrero Socialista cuando fue fundado en 1912 y la primera fémina en alcanzar un cargo directivo en una federación sindical. Ya entonces mujeres participaban activamente en centros y sindicatos, la mayoría de ellos impulsados por los movimientos y partidos de izquierda, y en Sociedades de Resistencia, de tinte anarquista, Mutuales y Mancomunales.
Pero, el viaje de las mujeres por la política era igual que el de Flora Tristán en “El Mexicano”: la “paridad” se rompía siempre a favor de los hombres. La historia del Partido Socialista lo muestra claramente. En la asamblea de sesenta fundadores y en la dirección allí designada, en abril de 1933, no hay una sola mujer. Durante la primera etapa de la vida del PS la participación de la mujer era reducida y tenía un carácter secundario. La Acción de Mujeres Socialistas nació y se desarrolló en los años treinta. Los nombres dirigentes se repiten por casi un decenio: María Montalva, Blanca Flores, la escritora feminista Felisa Vergara, la ingeniera Violeta de la Cruz, la argentina, profesora de filosofía, Leontina Barranco. En 1938 el triunfo de Aguirre Cerda y el Frente Popular introduce un cambio trascendental: una mujer asume como Alcaldesa de Santiago, la primera en Sudamérica en dirigir un municipio. Es la socialista Graciela Contreras de Schnake. El Congreso realizado en Talca en 1944 innova al designar Comité Central: es electa una joven de 24 años, Carmen Lazo, hasta hoy protagonista de la vida partidaria. Después del establecimiento del sufragio femenino pleno, más mujeres asumen mayores responsabilidades de dirección y más nombres femeninos comienzan a circular en documentos y comisiones, como la lavandera Auristela Fernández, la empleada de ferrocarriles Irma Moreno, electa en el Comité Central en 1952 y más tarde, en plena clandestinidad, en 1981, y la dirigente del profesorado Aida Quiñones, entre otras. La pedagoga Fidelma Allende y Marta Melo, Secretaria Nacional de la Mujer en el gobierno de Unidad Popular, cumplen destacados roles durante los sesenta. La diputada Laura Allende y la senadora María Elena Carrera, junto a Fidelia Herrera y Chela del Canto, son electas miembros del Comité Central en el Congreso de La Serena en 1971.
Sin embargo, no todo son pequeños avances: ninguna mujer integra el primer gabinete de Allende y el Ministerio de la Mujer es una promesa que el Presidente no alcanzará a cumplir. Su hija Beatriz, desde la Secretaría Privada (una parte del “segundo piso” de entonces), se destacará en aquellos años por su función asesora del Presidente y su inteligencia política. Durante los tiempos oscuros de la dictadura las socialistas Hortensia Bussi e Isabel Allende desempeñan un rol clave en el movimiento internacional de solidaridad. Isabel será, a comienzos de los 2000, la segunda mujer en presidir la Cámara de Diputados (la primera fue Adriana Muñoz, una ex socialista que desde 1992 milita en el PPD).
En el interior de Chile las mujeres de izquierda, entre ellas las socialistas, escriben páginas inolvidables. Decenas mueren o desaparecen. Miles son enviadas a cárceles, torturadas, exoneradas o exiliadas. En el PS se recuerda con especial dolor la redada de junio y julio de 1975 y la desaparición, hasta hoy, de Carolina Wiff, Michelle Peña, Mireya Rodríguez, Rosa Soliz y Sara Donoso. En el período post dictatorial el Partido Socialista fue asumiendo con más fuerza la causa de la igualdad social de la mujer. Debates que aún no terminan, evaluaciones contrapuestas, opiniones disímiles han circulado estos años sobre el mecanismo de la “discriminación positiva” o “acción positiva” implantado en el PS luego de la reunificación a fin de garantizar una mínima presencia femenina en los órganos de dirección. Seguramente la actual Vicepresidencia de la Mujer también ha de ser objeto de evaluaciones no siempre coincidentes. El hecho es que la acumulación de esos y otros esfuerzos ha contribuido a conformar otra conciencia y es uno de los progresos innegables que, en el marco de sus muchas deficiencias, registra el PS. La socióloga Julieta Kirkwood, socialista, contribuyó a nivel nacional e internacional a las investigaciones sobre la condición de la mujer, a la organización del movimiento de mujeres y al avance de la equidad de género.
El gobierno de Lagos abrió un nuevo capítulo con la nominación de cinco mujeres en cargos ministeriales y, en particular, con el nombramiento de la primera mujer que en Latinoamérica ocupó el cargo de Ministro de Defensa, Michelle Bachelet. Nuevamente, una socialista. Pocos años después, Bachelet fue proclamada candidata a la Presidencia. Sólo una comunista, Gladys Marín, y una ecologista, Sara Larraín, lo habían sido anteriormente. Dentro de pocos días Bachelet asumirá como Presidenta, la primera democráticamente electa en Sudamérica. Una socialista. Esta suerte de registro elemental, lleno de vacíos, que surge de los trabajos sobre la memoria socialista realizados por Julio César Jobet, Alejandro Witker y Eduardo Gutiérrez, suscita algunas reflexiones. Primero, no se aprecia con nitidez que la izquierda y en particular los socialistas, incluso con sus muchas limitaciones, han ocupado una posición de vanguardia en relación con la emancipación de la mujer. La primera alcaldesa de Sudamérica, la segunda Presidenta de la Cámara de Diputados desde 1811, la primera Ministra de Defensa de América Latina, la primera Presidenta democráticamente electa en Sudamérica. Socialistas. Es la fuerza de una cultura libertaria, la expresión de un concepto profundo de democracia. Segunda reflexión. El 2006, por primera vez en la historia electoral chilena, la candidatura de centro-izquierda triunfó en la votación femenina. Se ha roto lo que era casi una ley: la derecha ganaba siempre en mujeres. Consolidar esa ruptura es uno de los grandes desafíos del socialismo chileno. La tercera: ¿no es hora de escribir una historia de las mujeres socialistas chilenas? Hay fragmentos, investigaciones parciales, pero no una historia, en particular una que registre no sólo a las dirigentes sino a la mujer socialista de base y de provincias. Un joven historiador o historiadora pudiera interesarse en la tarea y rescatar la memoria de la lucha por la igualdad social de la mujer en la que se han empeñado las socialistas como ningún otro grupo político. La mística que refleja el Reglamento de la A. M. S. fechado en 1940, explica esa fuerza: “Ser las mejores militantes del PS”. “Hacer vida activa en su núcleo”. “Demostrar en todo momento su espíritu de disciplina y sacrificio”. “Defender la integridad y finalidades del PS y sus militantes”. “Tener una absoluta reserva y tacto para todo lo que se relacione con el PS”. “No emitir juicios equívocos ni mal intencionados respecto de sus compañeras”. Etcétera, etcétera. Tremenda cartilla. Tremendo instructivo, el que elaboraron de las nietas y bisnietas de Flora Tristán, Belén de Sárraga y Teresa Flores. A lo mejor le sirve hoy día al PS, nos sirve a todos, mujeres y varones.