martes, marzo 7

Socialistas (7), por Jorge Arrate

Cultura, democracia y mercado

Es posible mirar la sociedad desde diversos puntos de vista, asomarse por distintos ventanales a examinar la playa y el horizonte. Uno de ellos, básico para los socialistas, es el de la cultura, entendida como maneras de convivir. Si se observa Chile desde esa perspectiva se puede comprobar que la transición democrática ha significado más libertad para los chilenos y más derechos básicos. Hay además otros logros, en los planos económico y social, que destacan a nuestro país en la comparación internacional. Se trata de avances conseguidos en un cierto marco, bajo las reglas de un determinado sistema.

Pero, en ese cuadro, la democracia ha debido inclinarse demasiadas veces ante la fuerza del mercado. El sabor a "sociedad mercantilizada" que marcó nuestro fin de siglo y rubrica los primeros años del siglo XXI es inconfortable o, muchas veces, insoportable. Las "transiciones" son, por definición, un tejido de negociaciones y pactos, a veces tácitos, a veces subterráneos, muchas veces difíciles de comprender para el ciudadano común. Por eso siempre dejan espacio para propuestas que, más audaces o menos impuras, son más atractivas aunque pudieran no pasar el test de la viabilidad, el riguroso cedazo de las posibilidades. Las transiciones se caracterizan por un realismo opaco que una parte no despreciable de la ciudadanía tiende a celebrar con alborozo. Para otro segmento es el caldo de cultivo del desencanto. Ese realismo ha alcanzado en Chile límites grotescos. Obstaculiza severamente la posibilidad de imaginar opciones que no sean la consagrada por el sentido común dominante y ridiculiza o desprecia todo pensamiento alternativo. Es un sentido común que ha ganado la delantera y que se caracteriza por resolver las contradicciones entre democracia y mercado a favor de este último.

La opacidad consustancial a las transiciones no legitima la resignación. En medio del gris, las transiciones pueden dar lugar a grandes destellos, abrir nuevas dinámicas, suscitar procesos. Eso es lo que las justifica. Por eso ser conformistas y renunciar a las posibilidades que las transiciones abren constituye una renuncia deplorable. De allí que sea indispensable plantearse una opción cultural: ¿cómo hacer Chile más democrático en sus formas de vida y menos mercantil? No es una pregunta desmedida, es algo posible.

Incluso con las limitaciones propias de un sistema político que es imperfectamente democrático y perfectamente excluyente y de una sociedad y una economía que funcionan sobre la base de extremas desigualdades, es posible generar desplazamientos culturales. En esa dirección el nuevo gobierno encabezado por la socialista Michelle Bachelet ha marcado, incluso antes de asumir, a lo menos dos líneas que dicen relación con lo que Norbert Lechner habría denominado “los desafíos culturales de la política”: el respeto por la memoria como expresión del ser, como “alma del alma”, una; la reivindicación de la igualdad social de la mujer, la otra.

“No habrá olvido”, la frase clara dicha frente a la tumba de Tucapel Jiménez, cuyo degollador había sido indultado meses antes, la designación de un aviador largamente preso y duramente torturado en la Subsecretaría de Aviación y la entrega del pasaporte chileno junto a la invitación para participar en la transmisión del mando al general (R) Sergio Poblete, configuran un avance importante. Parecen haber quedado atrás las invocaciones a la “reconciliación” que caracterizaron el primer decenio concertacionista, generalmente acompañadas de un subliminal discurso a favor del olvido, y los “gestos” ambiguos o contradictorios. Si a ello se suma la declaración del Comandante en Jefe del Ejército quien, expresamente, ha señalado la necesidad de justicia en materia de derechos humanos y ha descartado tratamientos de privilegio para los violadores, es evidente que, en pocos días, tenemos un nuevo panorama en esta delicada área. No se trata de azuzar odiosidades, sino de reestablecer la razón más elemental y la ética en que se funda: la convivencia pacífica y el reencuentro, en el marco de los conflictos que no pueden eludir sociedades como la nuestra, son más factibles si hay justicia y no hay olvido.

En segundo término, las nuevas designaciones de la cúpula gubernamental han mostrado la firme decisión de dar un salto cultural en la cuestión de género. Paridad en ministerios, subsecretarías e intendencias, nuevamente el nombramiento de una mujer en el Ministerio de Defensa, designación de una mujer como Subsecretaria de Marina, aquella rama de las fuerzas armadas que ha sido renuente a la inclusión de mujeres en esferas significativas del quehacer institucional. Se trata de un cambio mayor y de un gran desafío cultural, porque desafía los esquemas conservadores y, además, porque la paridad de género amaga también los intereses económicos.

Efectivamente, una política de género como la que se impulsa por el nuevo gobierno es un gran avance democrático por su contenido ético igualitario. Pero enfrenta, como ocurre con la mayoría de las propuestas de cambio social, la contradicción entre democracia y mercado a la que me refería al comenzar estas líneas. Así, mientras el gobierno reconoce y proclama la igualdad social entre hombres y mujeres, el mercado castiga fuertemente los salarios femeninos en comparación con los masculinos, el mundo privado discrimina a la mujer en las contrataciones laborales, la forma de financiamiento de las salas cunas deja en desventaja a la mujer trabajadora y el sistema previsional contiene sesgos antifemeninos.

Seguramente algún hábil conocedor de la teoría económica neoclásica, a lo mejor de la propia Concertación, podrá explicar que el diferencial de salario tiene que ver con la maternidad, con el cuidado de los hijos y con otros factores, ninguno de los cuales dice relación con la capacidad, el talento o la disposición para el trabajo. El mercado es cruel, dijo un ex Presidente. Y la teoría económica que ensalza sólo sus virtudes, también. Sus seguidores a pies juntillas lo son o, al menos, deben serlo si no quieren perder su propio trabajo como ejecutivos. La empresa debe maximizar utilidades, ese es su objetivo.

El problema es que esa lógica ha campeado con demasiada libertad en el período post dictatorial. El mercado, ampliado y fortalecido durante la dictadura, y la democracia emergente luego del plebiscito no han logrado saldar sus contradicciones de un modo socialmente constructivo. Durante la transición un tono mercantil se ha apoderado de los modos de vida, o sea de la cultura, y tiende a invadir y desvirtuar las instituciones democráticas. El mercado ha penetrado casi todos los ámbitos de la existencia de los chilenos y de mala manera.

Que los actores políticos de derecha acepten este hecho y lo estimulen no debe sorprender: ellos evalúan positivamente las diferencias que el mercado administra, aún las grandes diferencias como las que existen en Chile, o las consideran resultado necesario del despliegue de lo que es su concepción del ser humano. Darán batalla para que la equidad de género no introduzca “distorsiones” en el funcionamiento del mercado… En cambio, es de esperar que la Concertación y las fuerzas sociales y políticas de izquierda jueguen un rol activo en ponerle al mercado los límites y las reglas que requiere para que predomine la razón democrática por sobre la razón mercantil.

Cultura, democracia, mercado. Cultura más democrática o cultura más mercantil. Sociedad democrática o sociedad de mercado. Una gran tarea del socialismo contemporáneo es construir propuestas sobre estas opciones y convocar en torno a ellas a múltiples energías sociales, hurgar en los intersticios de la contradicción inevitable entre el mercado sin regulaciones suficientes, que endiosa la derecha, y la democracia fundada en la idea de igualdad.